Tiro al parto

Florencia Rodriguez Giles
Acompañamiento y texto : Alfredo Aracil
Noviembre 2021

Tiro al parto, 2020-2021
Instalación: 7 dibujos en lápiz sobre papel con alma de pigmento 100 x 70 cm.
armas de hierro, comecocos en papel y bloques de alfalfa.

 

Exabrupto

Sabemos que un objeto está tomado por una fuerza, porque la fuerza le da finalidad.
La violencia aparece como tensión, como la dirección de un cambio muchas veces indeseado en el diagrama de fuerzas.
Lo real de la violencia es el daño y no sus representaciones.
La violencia es fundadora. Eso es lo terrible. 
Tiro al parto no pretende ni recuperar ni celebrar una naturaleza esencial y primera que, por lo demás, resulta inaccesible.
Tiro al parto es una instalación de siete dibujos y una máquina abstracta promoviendo una subjetivación artificial y productiva.
La violencia y el efecto revancha que remueve no debería ocultar lo irreductible de la singularidad misma; esto es, la experiencia de tener un cuerpo antes que llegar a serlo por  identificación con otrx.
Acuchillar una obra es revelar su vulnerabilidad constitutiva.
Si bien puede llegar a ser un crimen, la tarea destructiva no le es ajena a la historia del arte.
En su memoria genética pervive un resto de agresión indispensable y afirmativa,ciertamente gratuita, cuando un acto cualquiera es elevado al rango de acción y la intención creadora supone cambios irreversibles.
En su tarea destructiva, aun con armas de fuego de por medio, el arte debe proceder tan rápido y preciso como un cuchillo que impacta en el blanco.
Sin perder la paciencia, de forma prudente, “deshaciendo sucesivamente las territorialidades y re-territorializaciones representativas por las que el sujeto pasa en su historial individual.
Pues hay varias capas, varios planos de resistencia llegados desde dentro o impuestos desde fuera. [1]
Si lo que se pierde es lo único que se conserva, la posibilidad de volver a ser bebé no es andar atrás.
En deshacer los automatismos adquiridos en el ingreso a la vida adulta y, finalmente, franquear el muro del yo -lo que la neurosis asegura de unx mismx-, está la posibilidad de cortar con las estructuras y mandatos de un control social naturalizado, que nos vuelve esclavxs cuando pensamos ser libres.

 

Sobre una violencia necesaria por positiva

Que no parezca arriesgado afirmar que la violencia tiene, en ocasiones, efectos positivos. Es conocido el papel de la violencia en la legitimación del Estado moderno y la importancia de los aparatos legales y judiciales en la innoble tarea de hostigar a los de abajo y producir miedo en el inconsciente. En su dimensión policial, el Estado de derecho es, por encima de todo, derecho a ejercer la violencia. El Estado se defiende con tanta intensidad que muchas veces sus acciones tienen un sentido preventivo. Dispara a la cabeza, sin necesidad de identificarse. Hostiga al sospechoso ideal, creado según parámetros de raza, sexo y clase. Encarcela a aquel o aquella que, siguiendo sus instintos más básicos, sería capaz de dar muerte gratuitamente, de usurpar a capricho lo que necesita y no tiene.

 La legitimidad del Estado: un poder que viene de afuera y que distribuye cargas según las clases sociales, mistificando el hecho de que llamamos sociedad a un conjunto de procesos productivos. En ese sentido, el Estado es siempre el freno de mano de una subjetividad en movimiento. El Estado es fuente de fabulación y enemigo de la alter-idad, de todo aquello que unx no es, pero podría llegar a ser. El Estado, dicen, pone límites a una posible anarquía. Vigila y castiga lo incierto que vive escondido en la comunidad, la facción ingobernable que pone en duda la estratificación de lo social, que obstaculiza el crecimiento ilimitado y la acumulación de riqueza.  La violencia es la herramienta para cuidarse de un exceso y una pérdida posible, lo incalculable de no poseer ni la vida propia, el pánico que provoca vivir juntos en un medio que no se puede dominar por completo, rodeado de otras realidades y especies que son enemigos y enemigas potenciales.

 Porque la violencia, una vez superado el límite de la agresividad, puede poner en suspenso el imperio de la cultura y la moral establecida. Sucede igual con el Estado, quien, en su versión paranoica, muchas veces a lo largo de la historia, ha rebasado los marcos de sus propias leyes. La violencia tiene como consecuencia última ese fuera de sí, la des-identificación o éxtasis que es a la vez trascendencia e inmanencia.

II

El psicoanálisis dice que un sujeto dado, al interior de un proceso de subjetivación, se vuelve otrx para el Otrx; aun si la violencia es ejercida sobre unx mismx y quien se aliena es el propio yo. Con todo, la violencia dirigida por el sujeto hacia los otrxs no se distingue muchas veces de la violencia dirigida contra la propia existencia. La fascinación que produce la violencia “muestra y encubre a la vez con su pantalla la relación más íntima de cada sujeto con la pulsión de muerte, el oxímoron que reúne en un mismo punto la fuerza de la vida y su propia destrucción” [2]. Se escucha la promesa de una disolución alegre: la sensación de soberanía que trae consigo el acto violencia anuncia el derrame definitivo que los poderes y poderosos son capaces de presentir en su virtualidad, antes de que suceda.

 La violencia suele venir con un plus. Porque es todavía más que ese “salir fuera de sí”. Es a la vez un radical “estar en sí”, la consciencia intensificada, el delirio excéntrico, ni adentro ni afuera. Cuando es ritual(izada), la violencia marca un umbral que es franqueado en distintas tradiciones ascético-místicas con prácticas espirituales, donde tiene lugar una in-definición que hace imposible distinguir entre causas y consecuencias.

 Precisamente, en ese sentido subjetivo -de corte incluso con unx mismx- es que la violencia se expresa en su forma positiva. Violencia no original, pero sí fundadora: perturbación en la relación de fuerzas, revancha frente a un poder y una libertad que se quisiera infinita. Afirmar esa dimensión creadora es, precisamente, pensar la violencia por fuera de la cultura. Significa desandar la institucionalidad propuesta por Freud, cuya enseñanza buscaba en la violencia y en su represión los fundamentos de la civilización, como la conjuración simbólica del asesinato del padre por la horda primitiva.

 Frente a esa barrera edípica, se puede volver sobre una cierta concepción instituyente y productiva de la naturaleza. Gilles Deleuze afirma que existen, por lo menos, dos tipos de naturaleza. Por un lado, no tan alejada de ese ámbito de la violencia estatal y sus manías persecutorias, se puede hablar de una naturaleza (¿violencia?) abstracta. De ella solo sabemos por el mundo de las ideas y la negación pura. Suele ser representada como “un caos compuesto por moléculas furiosas y demoledoras” [3]. Mientras, por otro lado, estaría la naturaleza que se forma en el mundo de la experiencia. La naturaleza y sus propias reglas: en ella lo negativo está en todas partes, pero no todo en ella es la negación. Así, si bien es apresurado forzar una traducción entre naturaleza y violencia, resulta evidente como “las destrucciones son el reverso de creaciones y metamorfosis; como el desorden es un orden distinto y la putrefacción de la muerte es así mismo composición de la vida” [4].

 Así, podemos argumentar que existe una violencia de tipo no personal que ni siquiera el héroe sádico y su matemática de los placeres contra-natura es capaz de frenar. Sería esta una violencia sin razón aparente, violencia universal que no cesa. Blanchot escribió sobre este tipo de “se muere” ausente de sí mismx y mudo, sobre la violencia que habla en el modo del silencio. Una violencia que, desde luego, no se agota en la voluntad de un yo que piensa poder dominar el mundo y que nunca afecta a solo un individuo sino a un ser-en-el-mundo-común. El cosmos no acepta la muerte. Su calor nace del cataclismo y aun un horizonte cataclísmico como el contemporáneo sigue creando, sigue materialmente produciendo vida.  

 III

Aun aplicada sin testigos, la violencia tiene efectos más allá de lo personal. La fuerza que desprende su aplicación hace vibrar como una bofetada en la cara. Deja huella en la atmósfera, como el uso de energías fósiles. El aire, después de una acción violenta, se vuelve irrespirable, o, todo lo contrario: es la irrupción de una acción violenta lo que permite sentir, incluso recuperar la palabra. Los cuerpos, como superficies vulnerables que son, quedan calientes después del latigazo frío. Son marcados con cortes y cicatrices sobre cortes y cicatrices previas. En ese sentido, la violencia está en todo momento relacionada con poner el cuerpo y compartir-lo. Un peso a sostener entre todxs, que es etimológicamente lo que significa vivir en comunidad. La violencia está en el medio. Porque todo lo que existe es, en realidad, pura co-existencia. Si seguimos la vía heideggeriana, la violencia podría ser “lo que hace ser el ser que es”: el acceso a una verdad que viene con todo proceso de transformación.

 Lo que comúnmente se conoce por dar a luz es un buen ejemplo de esta paradójica situación: en ese trance, violentamente nada es nunca como se esperaba. Las cosas se reproducen, nacen y se mueren todo el tiempo. En el parto, se manifiesta como en pocos momentos que unx siempre está entre otrxs. Y la violencia de la ruptura de toda identidad única permite la  subjetivación; ubicar a unx mismo como otrx, como un nos-otrxs. El psicoanalista Miquel Bassols subraya como una acción motriz se convierte en un acto, si después de ella hay una modificación del sujeto, un sujeto que es en realidad el efecto de este acto más que su causa. Más allá del malestar que puede producir la palabra sujeto, la violencia es, de este modo, inherente a la modificación radical de unx mismx. Porque no hay nunca un verdadero acto, con la separación que supone de su objeto, sin cierto punto de violencia. La tarea destructiva, en resumen, no es otra cosa que un llamado a disolver el yo llamado normal y su supuesta integridad. Que las personas dejen de ser solo representaciones y sean vibraciones, flujos, esquizias, nudos, corrientes de aire...

 IV

En Xenogenesis, la escritora afroamericana de ciencia-ficción Octavia Butler narra la historia del contacto entre los últimxs humanxs y una raza extraterrestre de “comerciantes de genes”, los oankali, al final de una guerra que casi erradica la vida en el planeta Tierra. Tras las bombas atómicas y el posterior armagedón medioambiental y civilizatorio, un escenario extrañamente familiar al que hoy vivimos, los oankali interceden para “salvar” los restos de la humanidad. Pero ni sus intenciones son altruistas ni sus métodos son democráticos, sobre todo, porque no dejan alternativa y, literalmente, obligan a los humanos a colaborar con su plan de mejoramiento genético, dejando estériles a aquellos y aquellas que se niegan a aceptar la nueva situación. 

 En realidad, la historia es aún más cruel: primero confinan dentro de un misterioso ser-nave que se controla a sí mismo e intercambia sustancias y experiencias con sus habitantes, a grupos enteros de humanos que, después de décadas en animación suspendida, van siendo despertados e informados del plan de mutación racial al que van a ser sometidos por los oankali y su particular forma de reproducción. A continuación, son abandonados en una selva simulada, dentro del ser-nave, para aprender a sobrevivir y poder ser devueltos a la Tierra, donde no quedan más animales y las condiciones de vida han retrocedido hasta el neolítico, con la poca tecnología que queda, sepultada debajo de montañas de escombros.

 Dedicados a la recolección de material genético con el que integrar sus naves y mejorarse a sí mismxs, los sofisticadxs oankali viajan de galaxia en galaxia dejando atrás especies y mundos que desaparecen a su paso. Entre sus costumbres alienígenas, llama la atención todo lo que se refiere a los hábitos sexuales y reproductivos que se describen como una ampliación de los sentidos, como una sobredosis de estímulos y una apertura al umwelt que, además, desbarata la división social binaria de cuerpos exclusivamente dedicados a la  maternidad y el cuidado. La pansexualidad de lxs oankali, en verdad llena de discriminaciones, luego de varias generaciones, tendría como celebrado efecto, el final del verticalismo y la competitividad entre iguales que, como un cáncer, ha hecho del capitalismo algo más que un sistema económico.

 Ahora bien, incluso en esa nueva tierra diseñada para que la vida siga su curso, incluso en ese mundo mejorado tan cercano en algún punto a la imaginación de la biología y la filosofía especulativa contemporánea, lxs críxs nacidxs del contacto entre humanxs y oankali, ya sea cuando nacen de los órganos genitales del género femenino humanx o cuando son lxs oankali quienes se autoproducen un orificio temporal por donde dar a luz, la nueva vida ha de perforar el cuerpo del portador o portadora, si es que todavía se pueden pensar en ese código bi-unívoco. Aun en un mundo donde el dolor es mantenido a raya por los poderes curativos de lxs oankali, quien trae vida ha de poner en juego su integridad, quien quiere vivir debe aceptar una violencia que viene de adentro. Dejarse llevarse fuera de unx mismo, sintiendo así que la salida es por vías nunca antes transitadas. Con el cuchillo en la mano, cortar con la unicidad presupuesta y celebrar  que cada unx es un grupúsculo.

 

[1]   Deleuze, G y Guattari, F. (1985). El anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Ediciones Paidós. [2]   Esposito, R. (2003). Communitas. Origen y destino de la comunidad. Madrid: Amorrortu Editores. [3]   Deleuze, G. (2001). Presentación de Sacher Masoch. Lo frío y lo cruel. Madrid: Amorrortu Editores. [4]   Ibid. 

Ir al catálogo
01
02
03
04